FRENTE A FRENTE.
El señor, callado, caminaba
despacio, como meditando sus pasos. Decidido, cruzó el umbral de un espacio que
estaba ajeno a todo. En esa estancia se encontró de frente con otro hombre que
le miraba sorprendido, llorando.
El señor, extrañado por lo
que a su mirada llegaba, quiso saber el porqué de aquel triste llanto que
surcaban los ojos de un hombre. Quiso saber el señor el porqué lloraba ese
hombre con tanta tristeza.
_ ¿Que le pasa amigo?
_ A mi nada, ¿Por qué?
Quedaba
en el aire esa pregunta que empapaba con sus ecos a aquella habitación lúgubre
y húmeda. Era la pregunta que destronaba al silencio que había quedado de una
llamada vacía.
_ No, caballero, no creo que no le pase nada. Se le
ve muy triste.
_ Si señor, estoy muy triste, pero es una tristeza
mía, es solo mía. Alguien que no sea yo, ¿Usted cree que sería capaz de sufrir de esta manera?
_ Puede ser. ¿Porqué no?
_ No, no es cierto, no puede nadie que no sea yo,
sufrir de esta manera. Solo mi alma puede albergar a este sufrimiento. No les
cabrían mis penas en sus almas, en sus corazones ni en sus pensamientos. Es
más, lloro escondido de mis penas, por que si ellas me vieran llorar, se
morirían de dolor por mí.
_ Oiga, no diga usted eso. Yo no creo que un hombre
sufra demasiado así como usted dice.
_ Entonces si no me cree, lárguese y no se quede
allí mirándome como un maricón.
El señor intento irse, pero
cuando miró nuevamente a su interlocutor, miró también que estrenaba nuevas
lágrimas. Pensaba entonces. “Dios ¿Qué
le pasa a este caballero que sufre tan callado y tan intenso?”. Volvió la
mirada al hombre y esa mirada indagaba sola.
_ ¡No le dije que se largara! – Le decía lleno de
enfado.-
_ No caballero, no me puedo ir, me da pena dejarlo
solo en ese estado en que usted se encuentra.
_ No se preocupe señor. Nadie se ha preocupado por
mí. Solo sé que nací para sufrir. Que este dolor que hoy me asesina, ha sido
complaciente conmigo, porque no me quiere matar por completo. Sabe, ya la vida
me queda grande.
_ No diga eso hombre, la vida es bella. Miré, yo la
he vivido con gusto.
_ Que dice usted.
El
señor guardó silencio. ¿Tendría razón aquel sujeto que era el dueño de una pena
insaciable?
_ ¿Porqué dice eso?, ¿Es que acaso quiere que esté
sufriendo así como usted?
_ No, que va. Eso me da risa, aunque esta maldita
pena no deja que sonría. Ni usted ni nadie llegarán nunca a sufrir como yo.
_ ¿Y como sabe usted eso?
_ Porque me he robado toda la pena del universo para
mí solo. ¿No lo mira en mis ojos acaso? ¿No se nota señor, que este dolor se ha
apoderado de mí para acabar conmigo pero que no lo hace? Solo me hace sufrir y
no termina de matarme.
_ Créame, no puedo dejar de sentir lástima por usted
amigo. A ver, cuénteme lo que le pasa.
_ ¿Y para qué?
_ Quiero escucharle solamente. A lo mejor cuando
comience a contarme sus penas se sienta mejor.
_ ¿Usted cree?
_ Estoy seguro. Ya lo verá.
Se
secó las lágrimas con un arrugado pañuelo que extrajo de su bolsillo y se
dispuso a contarle su sufrimiento a ese hombre que le miraba de frente a sus
ojos.
_ Antes de que comience, permítame adivinar algo. ¿Y
a que la dueña de su pena es una mujer?
_ Y la más bella de todas. Ella es la más bella
fantasía que me tocó vivir en esta vida que hoy no quiero, que me queda grande
sin su presencia. Por eso tuve el temor de entregarme a ese amor tan
grandemente como lo hice. ¿Para qué? ¿Para sufrir como esta fiera herida en que
me he convertido? Pero me enamoré señor.
_ De modo que es por amor por lo que usted está
sufriendo.
_ Si señor, por el amor más grande que ha existido
jamás.
_ ¿Y que pasó
con ella?
Cuando
hubo de hacer esa pregunta, el hombre inició el eterno llanto nuevamente.
_ Ella no me quiere. Nunca me quiso.
_ Entonces ¿Por qué se enamoró tan feamente así, si
sabía que ella no lo quería?
_ Me enamoré y no sé lo demás. Me hizo conocer la
felicidad, aunque vagamente, pero la conocí. Y ¿Quiere que le diga algo?
_ Si, como no, cuénteme.
_ Fue la felicidad más bella que se puede conocer.
No hay nada en el mundo que se pueda comparar con ella. Es bella, es tierna esa
felicidad. Es una felicidad que ella solamente me pudo regalar. Fui feliz de
sus manos, de esas manos que me llevaron por un camino donde después me dejó completamente solo.
_ ¿Y dónde vivieron esa felicidad?
_ En una fantasía, se lo juro. En unas llamadas
fortuitas, en unos mensajes eternos. En una cadena de días que se sucedían
mágicos, esperando el tintinear de unos pequeños aparatos que traían consigo la
delicia de una conversación virtual.
_ Hombre, me confunde su parlamento.
_ No se preocupe que yo me entiendo. Vivimos ese
amor en unas rosas rojas que llevaron alegría, que fueron dueñas de un
exquisito susto en medio de una algarabía de sorprendidos rostros interrogantes
del origen de aquel grupo de flores. De
un susto que impedía un movimiento y que dejó consternación por ser un delicado
detalle.
_ A las mujeres les encantan las flores y las
poesías.
_ ¿Y me lo va a decir a mí, que escribí todos mis
sentimientos para ella?
_ ¡Ah, que bien! Sígame contando, desahóguese.
_ Vivimos ese bello amor, en un sitio fabuloso
cobijado en una penumbra. Donde mis voces y las de ellas se entretenían
grandemente. Fueron surgiendo los besos como de un cuento fantasioso, pero real
a la vez. Eran unos besos nunca antes sentidos. Aún los conservo en mis labios,
aún los siento conmigo. Por eso sufro señor, por eso expreso este amargo llanto
que me exprime, que saca de mí toda la
desventura.
_ Mire amigo, si ese amor es así como usted dice,
tiene razón entonces de sufrir así. Ahora dígame, ¿Qué piensa hacer?
_ Nada, seguir sufriendo hasta que tenga fuerzas,
hasta que la vida me abandone, si es que ella puede compadecerse de mi pesar.
_ En verdad siento mucha pena. ¿Pudiera hacer algo
por usted?
_ Si, si puede hacer algo. Puede usted terminar con
este sufrimiento que desde hace días ya me mató.
_ Si ¿Y que cosa quiere usted que yo haga?
_ Primero, prometerme que seguirá usted con sus
cosas en la vida, que se dedicará a hacer lo que le gusta hacer, que dará la
vida por su familia. Y aunque usted no lo crea, trate de ser feliz.
_ ¿Pero como sabe usted eso de mí?
_ Sé de usted más de lo que se imagina. Yo lo conozco como a nadie.
_ Bueno, trataré. Pero quiero contarle algo. ¿Sabe?,
Yo también estoy sufriendo, no es usted solo quien sufre.
_ Eso lo sé. A usted le pasa igual que a mí. Pero
usted debe luchar por lo que tiene en la vida. Luche por su esposa, su padre y
su hijo. Yo no, yo lo único que tenía lo perdí.
_ Y entonces, ¿Qué puedo hacer por usted?
_ Lo único que puede hacer cualquiera. Tome esa arma
que lleva al cinto y máteme por favor.
_ ¿Y usted cree que haciendo yo eso, dejará de
sufrir?
_ Se lo aseguro.
_ Está bien, lo haré. Porque lo entiendo y comparto
un dolor idéntico al de usted, lo haré.
_ Pero antes prométame que velará por usted y por
los suyos, que no hará como yo. Que no se entregará a un tormento como lo estoy haciendo yo.
_ Se lo prometo.
_ Adiós entonces señor.
_ Adiós, amigo.
El
señor extrajo de su cinto un revolver que en su interior solo llevaba una bala.
Le apuntó directamente al corazón, y un sonoro disparo logró que se cumpliera
la promesa. El espejo se convirtió en un millar de fragmentos que se extendió
en todas las direcciones.